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Nunca voy a olvidar el primer día que vi mi cara repleta de granos. Tenía 14 años y mi cara confirmaba lo puberta que era. Ese primer día, donde yo veía la catástrofe venir, mi mamá me llevó con una dermatóloga que cambió mi cultura de limpieza y cuidado personal para siempre. No era solo lavarme la cara, ponerme crema y tomar alguna medicina que mantuviera bajo control ese acné por el que todos hemos pasado. Después de unos meses, tenía el cutis más hermoso de la clase, sin un solo grano.
Me acuerdo de lo hermosa y privilegiada que me sentía, mi dermatóloga era un secreto entre mi mamá, mi hermana y yo.
Y así fui creciendo muy feliz con una piel joven y bella (y con algo de arrogancia haha) pasaron miles de años, 15. Y un día ya tenía 30 años y yo seguía pensando que tenía la piel más hermosa del mundo. Sabía que tenía algunas manchitas y en mi mente era la consecuencia de gozar mi maravillosa vida en la playa. Es decir, uno que otro viaje que me pude dar con mis amigas. Y yo siempre fui una lagartija, amaba el sol y amaba como me veía taneada.
Después de vivir en una felicidad que solo existía en mi cabeza, me encontré en una fiesta de cumpleaños número 30 y claro que ya estábamos rodeadas, mis amigas y yo, de bebés. Imagínense la gravedad del asunto, tienes 30 años, estás en la fiesta de una amiga que cumple 30 años y algunas de tus amigas ya tienen hijos… claramente ya no me sentía tan joven como mi cabeza pensaba.
Y toda esta larga historia que les platico de cómo era feliz, creyendo quien yo quería creer que era se derrumbó en 3 segundos.
Todo empezó con una mirada fija de mi mejor amiga. Esas miradas que sabes que tienes un moco o que traes un frijolazo. Sabía que me estaba viendo algo extraño y de repente me avienta el comentario “Wei por favor dime que te pones crema o algo en el contorno de ojos” … Whaaaat? osea jamás se me cruzó por la cabeza que mi mejor amiga estuviera viendo mis patas de gallo!!! Suena chistoso pero no lo fue, en mi cabeza tenía que fingir ser cool, mantener mi sonrisa y decirle “obviamente si” y por dentro quería llorar.
No les miento, me dolió el corazón y en ese momento me sentí vieja.
Sé que algunas dirán que exagero porque tengo solo 30 años y sé que sigo siendo joven pero en ese momento, el comentario de mi mejor amiga, con la que he vivido 28 años, me dolió en el alma. El comentario de mi mejor amiga, con la que he vivido 28 años, me dolió en el alma.
Me acuerdo que después de zafarme de ese incomodísimo momento fui con mi esposo y le dije con una sonrisa exageradamente fingida que quería llorar. Le conté todo super rápido (con esa misma sonrisa forzada) y nos reímos también fingidamente.
Ya en la deliciosa comodidad de nuestro coche, le pedí el teléfono de su hermana, que sabía que ella se hacía botox.
No lo dudé ni 30 segundos en agendar mi cita.
Y fue realmente triste contradecir lo que estuve parloteando con mis amigas durante años. Yo juraba y perjuraba que no me iba a poner botox porque “quería envejecer con dignidad”.
Resulta que no fue así. Hace un mes me puse botox en mis hermosas patitas de gallo y tengo que confesar que me gusta cómo me veo porque me veo como siempre me he visto a mi misma.
La cuestión aquí es… ¿debí haberme puesto botox para sentirme como ya me sentía antes de que me aventaran un comentario super invasivo y fuera de lugar?
No sé si actué bien o no. En ese momento me dio paz ponerme botox. Pero lo que más paz me da es que es temporal y puedo volver a decidir si quiero hacerlo o no. Creo que la libertad de decidir qué camino tomar es lo que me quedo de esta experiencia. Creo que puedes redireccionar tu camino o regresar y cambiar el curso por completo. También creo que es sano guardarnos nuestros comentarios, no siempre tenemos que decir lo que pensamos.
Un simple comentario puede ser un cambio de rumbo inesperado en la vida de otra persona.
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